18 de agosto de 2014

Capítulo XXIII: Cicatrices

No era la primera vez, y lo sabía. Y no únicamente en lo que a sexo respecta. Dimitri había visitado su ventana varias veces desde que quedó claro que se entendían más de lo debido; y sin embargo, hasta aquella noche, no había tenido la osadía de entrar o dejarse ver. 

Sabía que Nika podía sentirlo, podía olerlo, y que deseaba tanto como él que se dejase de juegos de críos y se saltase la última norma. Pero, por supuesto, ese no era el  plan del gran mentiroso. Esperaría, esperaría aunque la boca se le secase sólo con divisar la ventana entre los árboles del jardín de los Kirchev, esperaría aunque estuviese cansado de limitar su pasión a palabras tentadoras y roces fingidamente inocentes. Esperaría porque, a pesar de no querer admitirlo, había algo más que una chica excitantemente lista en el interior de ese dormitorio. 



Todo en él se movía con demasiada seguridad, incluso siendo un orgulloso y un ególatra; pero a ese juego podían jugar los dos, y Nika no perdía ventaja en orgullo, egolatría o ganas de jugar. La electricidad de la primera caricia seguía chamuscando su piel. Había sido sencilla, el deslizarse de un dedo desde su tobillo izquierdo hasta su mejilla, dibujando espirales y sinsentidos hasta reunirse con sus cuatro compañeros para así apresar su rostro, última muestra de sutileza, y apoderarse de aquellos labios penumbrosos que lo llamaban cada noche al cerrar los ojos. 

Más de una vez había necesitado desahogarse, valiéndose del onanismo que tan bien conocía o buscando una sustituta aleatoria a la que recordar con el rostro de su presa más ansiada. Y ahora, por fin, la tenía para él. No importaba nada: carecían de otro tipo de relación más allá de la amistad, casi habían olvidado que Nika debía casarse con quien el cabeza de familia escogiese, ninguno sabía realmente qué pensaba el otro sobre aquello, pero allí estaban. 

La mano que otrora mimaba su mejilla se escurrió bajo las sábanas, buscando el cuerpo ajeno, agarrando la camiseta y deshaciéndose de ella sin preguntar siquiera. ¡Ah! Casi de forma imperceptible, Nika se quejó por la sorpresa, sin alejarse de su boca, sin mostrar debilidad, sin rendirse a pesar de lo violento de sus besos y mordiscos. Dimitri sonrió con perversión, arrancando su propia camisa, ayudándose de su otra mano para sujetar su nuca y profundizar el beso. Su lengua repasó cada milímetro de la piel de sus labios, enorgulleciéndose de haberlos hecho sangrar hasta que no quedasen más que cicatrices de sus colmillos. Succionó, ávido de su sangre, de su esencia y de su ser, y sólo la dejó respirar cuando le apeteció explorar el mar de posibilidades que aquella mujer le ofrecía. Cerró los ojos, inspiró lentamente sobre el hueco de su garganta, y dejó que aquella naturaleza demoníaca le invadiese de los pies a la cabeza. Se concentró, enviando la suya propia a alterar la compostura de la muchacha, y repasó todo su cuello tan sólo con la punta de la lengua. 

Se estremeció débilmente al primer contacto de su cálida sinhueso contra su pescuezo, e instintivamente se aferró a su cuerpo, dejando caer la cabeza hacia atrás y poniendo los ojos en blanco. Aquel demonio no jugaba limpio. Ella tampoco lo haría. Aquel daimon se extendió como una onda desde lo más profundo de sus entrañas, llamando al cuerpo de Dimitri, a su daimon, entrando fuerte en el tablero. Le escuchó gruñir, aún contra su piel, y sintió el calor llegar a sus huesos. Deslizó sus dedos largos de uñas bien cuidadas por su espalda fibrosa y pálida, hasta alcanzar la tela del pantalón. Perfilando su cintura con ambas manos, alcanzó el botón que desabrochó con facilidad, pero poco más pudo hacer, porque el hijo de los Smirnov reaccionó demasiado deprisa.

Una mano bajo la curvatura de su espalda para separarla del colchón, una sonrisa con sorna para hacerla rabiar, otra mano para tantear la piel de uno de sus senos justo antes de abarcarlo con la palma abierta y sensibilizar su cuerpo a modo de castigo por tratar de jugársela. No es tan fácil engañar a un mentiroso. 
Su plan consistía en hacerla sufrir hasta que suplicase, en conseguir que la orgullosa Nika Kirchev le rogase con aquella voz melancólica cada vez más, pero se descontroló demasiado rápido y apenas fue consciente de lo que hacía. El hombre desapareció, y la bestia hizo acto de presencia. Como tal, la besó, mordió su piel, pellizcó allí donde se le antojó, pero nada era suficiente.

La dejó caer bruscamente contra la cama, y la observó atentamente con los ojos entornados. La piel perfecta de su cuerpo de diosa estaba perlada por el sudor, y no había ni un lugar que no hubiese marcado a golpe de diente. La chiquilla tenía cardenales oscuros por todas partes, arañazos enrojecidos casi tanto como sus erizados pezones, y una febril mirada de deseo que provocaba a Dimitri hasta límites enfermizos. Sonrió, creyendo que aquel era el momento que había estado esperando: ella suplicaría, y él con gusto le daría lo que le pidiese. No obstante, contra toda predicción, la muchacha separó sus piernas, permitiéndole observar el único resquicio de sus hechuras que todavía no había mancillado, y, con una voz que sonó más como una orden que como un ruego, susurró:

- Hazlo.

Y Dimitri sólo pudo obedecer, porque por mucho que quisiese creer lo contrario, sabía que el verdadero esclavo era él.

Despertó acalorado y empapado en sudor, con las sábanas pegadas a su espalda y a sus brazos, y con una molesta erección como recuerdo del increíble sueño que acababa de tener. Se frotó los ojos varias veces, y se sentó en la cama en silencio, dejando que los débiles haces de luz que se filtraban entre las rendijas de la persiana a medio cerrar bañasen la estancia. Suspiró con pesadez. Con esa ya iban cinco veces que soñaba con desvirgar a Nika, y aunque la idea no le desagradaba en absoluto, no le gustaba saber que no era cierto ni viable en un futuro próximo. ¿El motivo? Eso no era lo que buscaba en la hija de los Kirchev, nada más lejos de la realidad.

Arrastró los pies hasta el baño, cerró el pestillo y dejó que el agua absolutamente helada de la ducha calmase sus calores internos y externos. Ciertamente no le importaría enseñar a esa chica un par de ventajas de ser demonio, y con un par quería decir que cuanto más lo pensaba más probabilidades había de que su mente trazase un plan perfecto para crear una maravillosa sinfonía única y exclusivamente con los orgasmos de la señorita Kirchev. Aquellos malditos sueños estaban empezando a volverlo loco, a acabar con su frialdad, a devolverlo a una adolescencia hormonada y animal elevada al cubo, y ni siquiera eran lo peor de todo. Sin duda alguna, recordar cada día, a cada hora, aquel beso bajo la llovizna, un beso extraño porque no pudo preverlo, porque Nika lloraba y se aferró a él como si de un salvavidas se tratase, porque no podía esperar a volver a besarla. Pero decidió acallar las voces que hablaban de memeces en su cabeza y prefirió creer que todo estaba saliendo a pedir de boca. 

Abandonó su cuarto, con los cabellos húmedos y las manos en los bolsillos, y se detuvo un segundo frente al cuarto que había pertenecido a su hermano. Tragó saliva.

-Ya no estás aquí – Murmuró, como si el espíritu de su hermano estuviese allí, protestando por sus sueños y fantasías.-, y es como si nunca hubieses estado.

Saboreándose los labios tras unas palabras tan crueles, bajó a la cocina y se sirvió una taza de café. A aquellas horas no había nadie en casa, papá y mamá estarían trabajando, o quién sabe dónde, y a Dimitri le importaba poco más que lo amargo que estaba su café. No le importaban sus padres, nunca le habían importado, pero lejos de ser un acto de rebeldía y maldad no era más que una pacífica relación de reciprocidad. Él no era Sergei. Él no era nadie.

Ya desde niño tuvo una pregunta en mente: ¿para qué estoy aquí? Sergei era el hermano mayor, el heredero de los Smirnov, el más fuerte, el perfecto soldado, el hijo que todo demonio ansía tener. Y si ya lo tenían, ¿por qué otro más? Creció acostumbrándose al “mira a tu hermano, él lo hace bien” y al “si te parecieses un poco más a tu hermano”, y lo único que aquellas palabras lograron fue un grave complejo de inferioridad que le duró hasta la pubertad. Dimitri nunca hacía nada bien. Siempre lo cuestionaba todo, siempre dudaba de todo y preguntaba por cualquier cosa que escapaba a su conocimiento. Un culo inquieto con una mente inquieta. Ya se había curtido ante palabras como deshonra, vergüenza o error, nada podía sorprenderlo cuando se trataba de su familia. En fin, ¿qué demonio no querría ser como Sergei?

Llenó la taza de café por segunda vez, de nuevo sin azúcar, y fulminó la cafetera con la mirada mientras bebía de nuevo. Él nunca había querido ser como su hermano, aunque eso significase ser el ojito derecho de papá y mamá. Él quería ser mejor que Sergei. Y para ser mejor, tenía que ser diferente, cosa que no le sería muy difícil. Cuando su hormona demoníaca comenzó a desarrollarse comprendió todo eso, al fin entendió que era inútil hacer ver nada a sus padres, y que por supuesto no tenía nada que envidiar a su hermano. Su renovado amor propio y su egolatría le permitieron apreciar que comparar a Sergei y Dimitri Smirnov era lo mismo que comparar un bull dog con un gato. Y los gatos saben cuidar de sí mismos.

El sabor del café se volvía más amargo según iba ingiriéndolo, especialmente cuando recordó el período universitario. Cuando su hermano partió a Moscú, sus padres montaron el gran drama. Su pequeño y descerebrado gorila se iba muy lejos de las faldas de mami, y todo fue muy conmovedor. Dimitri recordaba haber tenido náuseas aquel día. Cada fin de semana, padres e hijo se llamaban, se ponían al día, se contaban de todo, y las conversaciones telefónicas siempre terminaban con un:

- Vuelve, Seriozha, te echamos de menos.

Y al menor se le revolvían las tripas como si hubiese comido tripas de pescado. Tres años después, él mismo ingresó en la universidad, y el primer fin de semana hizo la prueba. Todavía recordaba la conversación con su fría, favoritista e hipócrita madre.

- Mamá, soy Mitka.

- ¡Ah! ¡Hola, cariño! – Sonó sorprendida, como si hubiese olvidado dónde estaba.- ¿Cómo va la universidad? ¿Te adaptas bien?

- Sí, sí, Moscú es… diferente – Le habría encantado decir que Moscú es libertad, es sueños y esperanza, pero habría sido poco sutil.

- Bien, me alegra oír eso – Y aquí empezó la verdadera prueba.-. ¿Querías algo?

- No, nada, llamaba para saber qué tal todo por ahí.

- Pues como siempre – Silencio incómodo.-. ¿Ves a tu hermano en la universidad? ¿Cómo le va?

- No, no coincidimos, nuestras facultades están lejos – Mintió descaradamente. La primera de tantas mentiras.-. Oye, mamá, el fin de semana que viene lo tengo libre, y estaba pensando en pasarme por casa. ¿Qué te parece?

- No, no, Mitka, tú quédate ahí. No necesitamos que vengas.

En ese instante, Dimitri cerró una herida que no había dejado de supurar, pero que ya sabía cómo curar. Nadie necesitaba a Dimitri. Ni su padre, que se avergonzaba de él, ni su hermano muerto, que sabía que todos le creían mejor y se mofaba de ello, ni la misma madre que le había dado a luz. Y por eso lo único que quería aquel joven demonio de ojos dorados era irse para no volver, irse lejos en cuanto encontrase a otro demonio que, como él, fuese distinto al demonio estándar. Un demonio como Nika.

Para cuando se quiso dar cuenta, había agrietado la taza de porcelana al apretar los puños con fuerza. Tenía todo aquello muy asimilado, lo sabía y le daba igual, pero no podía negar que incluso él sentía dolor ante un rechazo como aquel. Sacudió la cabeza, tiró la taza a la basura y se dirigió al recibidor con una sonrisa torcida en los labios. Ahora sólo tenía que seguir con su plan. 

Abrió la puerta de la calle, y el frío le dio en las narices cuando puso un pie fuera. Recordó entonces cuando regresó de Moscú para la reunión en casa de los Kirchev, y cómo empezó todo a perder sentido.

- Quiero que la vigiles – Le había dicho Sergei tras hablarle de su compromiso matrimonial con Nika, a quien él todavía no conocía.-. Aún no tiene dieciocho años, pero está muy bien – Su sonrisa fue pérfida, perversa, y sobretodo pervertida.-, y es una rebelde, no me fío de lo que vaya a hacer por ahí. Las que parecen más inocentes suelen ser unas zorras, ¿sabes?

- Entonces quieres que la zorree, ¿es así? – Había bromeado Dimitri, únicamente con la intención de hacer rabiar a su hermano. Sergei se carcajeó antes de clavar unos enfurecidos ojos dorados en su hermano menor.

- No se te ocurra tocarla. Es mía, me pertenece. Si le pones las manos encima…

- ¿Tienes miedo, Seriozha? – Arqueó las cejas, incrédulo y relamiéndose en su propio orgullo.- ¿Tienes miedo de que te robe a la chica?

- En primer lugar, es mi prometida, no mi chica. En segundo lugar, ¿miedo, yo? – Chasqueó la lengua.- Simplemente te conozco, Mitka. Podrán tomarte por inútil, pero yo sé que esa labia te funciona de perlas con las mujeres. Es una advertencia.

- Tranquilo, no pienso interponerme. Además, a saber lo que entiendes tú por rebelde. Si es como todas las hijas de demonio de Glorysneg, será una maldita sumisa sin personalidad que aplaudirá con tal de casarse con alguien como tú – Puso los ojos en blanco, perdiendo el interés en la conversación.

- Sólo tienes que vigilar que no haga nada que me perjudique – Estaba claro que Sergei quería contratarlo para apartar los moscones a Nika, pero ¿por qué tanto interés? ¿Tanto valía la chica en cuestión? 

- ¿Y por qué debería hacerlo?

- Porque en cuanto me case, haré que papá y mamá te cedan la cabeza de la familia.

El sol no se veía por ningún sitio, parecía que la capa de nubes blancas persistía en la cúpula celeste, y Dimitri seguía inmerso en sus recuerdos. Desde aquella conversación, Sergei y él habían hecho aquel trato: espionaje a cambio del mando de los Smirnov. Todo parecía sencillo, hasta que la conoció. Y ya no tuvo claro qué estaba bien y qué estaba mal.

En aquella reunión en la que juzgaron a Kaleb Kirchev y este narraba su encuentro con la forastera, Sergei le presentó a Nika, y el joven no tuvo más remedio que conceder dos cosas a su hermano: efectivamente, estaba muy buena, y, además, tenía en la mirada ese brillo de rebeldía. No esperó ni un día para comenzar su misión, cada vez que podía se escurría hasta donde Nika estaba y observaba lo que hacía, con quién hablaba, y luego, muy consciente del poder de Sergei, seleccionaba qué cosas le contaba y qué cosas no. Si Nika había ido a comprar pan se lo decía; si la veía cambiarse de ropa, no. Un simple ejercicio de selección y recorte. Pero todo había terminado aquel funesto día en que el amigo rubio de Nika, aquel a quien ella prestaba una atención especial y ante el cual sus ojos hacían chiribitas, vino a buscarla a casa para irse de picnic a la playa. En otras palabras, el día en que Sergei murió, horas antes, él decidió dimitir de su labor como espía. 

Sus huellas desaparecieron de la nieve cuando se subió al robusto árbol desde el cual observaba el dormitorio de Nika sin ser visto. Estaba seguro de que ella podía sentirlo cerca, del mismo modo que en el sueño, pero nunca se había aparecido abiertamente frente a ella. Desde aquella cómoda rama en la que se sentó, pudo ver a la joven de espaldas a la ventana, trabajando arduamente sobre su escritorio. Aquel día, cuando Vladimir se presentó en su casa, Nika tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas. Había visto cómo se cambiaba de ropa tres o cuatro veces, y cómo se cepillaba el pelo otras tantas. De todas las facetas que su trabajo de espionaje le había permitido conocer, aquella inocencia era la más llamativa para él. Al contrario que cualquier otro chico de su edad, Vladimir parecía mirarla con dulzura, con mucho respeto, como si ella fuese una figurita de cristal que puede romperse en cualquier momento. Aquel chico la quería de verdad, y su amor resultaba todo un misterio para el de los ojos dorados. Jamás había visto a un demonio comportarse como Nika, tratando a un humano como a un igual, amando a un humano, dejándose llevar por la ingenuidad y por la ternura… Definitivamente, ella no era un demonio corriente. En aquel preciso instante, viendo cómo se alejaban en sus bicicletas, Dimitri decidió que no quería seguir con el trato, porque prefería que la joven Kirchev disfrutase de su libertad a que su hermano se asegurase de ser el único hombre en su vida. 

¿Y por qué había vuelto, entonces? ¿Por qué había regresado a las noches de vigilia y a los falsos encuentros casuales? Sencillo, se dijo mientras observó a Serena Kirchev entrar en el cuarto de su hija. Necesitaba que Nika lo necesitase. No en un sentido romántico, tampoco en un sentido sexual. Simplemente quería ser una parte indispensable de su vida, y lo conseguiría sin importarle cómo.


Emily

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